Un testimonio estremecedor
- POKLONKA
- 28 mar
- 6 Min. de lectura

Del cuaderno de Adgur A.
Capítulos que no se incluyeron en la novela
La muerte de Stogbreg
Aljás, que había traído al buey por la mañana, lo llamó «De la otra orilla». Un listillo enseguida le cambió el nombre a la manera escandinava: Stogbreg. Por lo general, Aljás miraba por encima del hombro a los listos-cuatro ojos, sin embargo, el apodo le gustó y dijo: «¡Que sea Stogbreg!».
Lo llamó con ese apodo en broma, a sabiendas de que nadie le creería. Pero a ninguno de ellos le preocupaba especialmente el lugar de residencia del buey, ya fuera la orilla de Esher, donde manteníamos la defensa, o la de Achadar, ocupada por los georgianos. No obstante, el nuevo nombre lo hacía parecer oriundo de otro sitio, empadronado en el norte lejano, y por eso, a pesar de toda nuestra indiferencia hacia el origen del animal, de cierta forma nos quitaba un poco la culpa que sentiríamos si fuera de nuestra orilla.
Aljás contaba su propia fábula: «de pronto veo a un buey enorme que está cruzando el río. Al principio pensé que era un tanque; pero se movía demasiado silencioso, entonces me imaginé que podía ser un arma nueva que los rusos le hubieran dado a los georgianos, y además, de dos cañones; después vi que era un buey. Hasta al ganado le va mal en aquella parte».
Aljás arreaba al animal ayudado por una rama seca y este marchaba obediente delante de él. Se movía perezoso, como un condenado, al igual que todos los toros de labranza castrados. El soldado hacía resonar la rama y eso bastaba; cuando veía con el rabo del ojo algo amenazante que se agitaba en el aire, el buey apresuraba el paso de mala gana, lo suficiente como para que no tuvieran que zurrarle el lomo.
El animal confundía un poco el trabajo en el campo y el carácter de su antiguo dueño con la finalidad de este nuevo recorrido, que provocaba que el dueño actual fuera menos paciente; sin embargo, Aljás no realizaba movimientos bruscos evidentes, quizás estaba cansado o era que le afloraba su experiencia campesina.
Lo amarraron a un árbol frente a la escuela. El árbol era grande y elevaba su follaje al cielo, pero la bestia de labranza, para asombro y casi temor de todos, competía exitosamente con él en tamaño y fuerza.
Nuestro batallón vivía en la escuela; éramos variopintos en ropa, hábitos y armamento. La guerra apenas había cumplido un mes y aún no había pulido nuestra apariencia. El más raro entre nosotros sin duda era Aljás. Llevaba unas botas de piel, altas hasta las rodillas, de suela blanda; en la cabeza, un bashlyk negro, atado al descuido. La cherkeska tenía broches de marfil. Estaba arrebujado —no lo dirías de otro modo— con cintas de ametralladora, que ceñían su cuerpo en varias vueltas, como serpientes. Y la ametralladora en sí, el orgullo de Aljás, era objeto de prolongados y alegres desvelos; la trataba con ternura, como una madre a su hijo.
Aljás y su arma son casi del mismo tamaño; nosotros los llamamos los hermanos gemelos.
El destino de Stogbreg no provocó especiales divergencias: hay que sacrificarlo y mientras más pronto mejor, ¡no vaya a ser que aparezca el dueño! Al parecer, el buey es de los alrededores, de un abjasio o de un armenio.
Aljás nos dio su versión, aportando nuevos detalles: en la otra orilla, el dueño, un megreliano, con gritos desgarradores, instaba al buey a regresar a su establo, sin embargo, no se decidía a entrar en el agua para traerlo él mismo. La bestia parecía no darse por enterada y seguía avanzando hacia Aljás. Este incluso dijo el nombre con que el inconsolable megreliano lo llamaba: Zguri. Y nosotros: ¡Zguri!, ¡Zguri!, pero ahora tampoco se daba por enterado.
Aljás decía que Stogbreg aún no había vuelto en sí, que debía recuperarse; había atravesado el Gumista, agitando sus aguas como si fuera un barco, en sus oídos aún resonaba la voz del indeciso dueño y en sus costados, a través del grueso pellejo trabajador, aún sentía las cariñosas manos callosas. Todo ardía dentro del animal. El agua fría del Gumista y la temeraria ruptura de la línea del frente solo hicieron claro e ineludible su destino, pero no lo enfriaron ni en un grado. Además, su antiguo nombre le resultaba odioso y al nuevo aún no se había acostumbrado.
Tras las palabras de Aljás, comenzamos a verlos un poco con otros ojos, a él y al buey; y si no fue así, al menos en nuestros corazones se produjo un vago movimiento que pretendía suavizar la imagen de ambos, de eso pueden estar seguros. Ahora el buey no parecía tan grande ni tan fuerte, era un buey viejo y cansado, que había arado en su vida infinidad de campos. Bajo el ardiente sol y los gritos del amo, tiraba mesuradamente del arado por el surco, causando una desgarrada herida negra en el cuerpo de la tierra. Aljás también nos pareció más suave, casi como de plastilina: luego de aquellas vibrantes palabras acerca de las manos callosas y el pellejo trabajador, su mirada rapaz, el cuerpo robusto como una bala de plomo, se nos antojaban menos toscos y obstinados que antes. Incluso la ametralladora quedó oculta en las sombras, se volvió invisible.
No obstante, aquella debilidad de espíritu que se había apoderado de nosotros duró poco. «¡¿A qué viene ese lloriqueo?!», rugió Aljás y nos sacó al instante de nuestra dulce modorra.
Quedó claro que Aljás quería provocarnos. Daba la impresión de que ahora mismo se echaría a llorar, a llorar por el enojo de que fuéramos tan sentimentales. «¡Están ciegos! —gritaba—. El enemigo viola a nuestras esposas y hermanas, asesina a nuestros hermanos, y ustedes sienten lástima de un animal!».
Era hora de poner manos a la obra. Unos proponían matar al buey de un tiro en la cabeza, no obstante, la mayoría quiso hacerlo como es la costumbre: en el suelo y con un cuchillo.
Había olvidado mencionar el puñal que le colgaba a Aljás de la cintura, en una vaina de plata. Junto a las cintas de ametralladora se veía solitario y orgullosamente discreto. Así que Aljás sacó el puñal y se acercó al buey. Pero este...
En pocas palabras, luego, varias decenas de jóvenes trataron de derribarlo, pero ni hablar. Aquel montón de carne viva, previendo la muerte, se enfurecía entre nuestros indecisos brazos. Parecíamos dementes que pretendían detener la poderosa marcha de un barco, agarrados al mástil.
En un rato de suprema lucidez y rápida comprensión de lo que sucedía, Stogbreg abrió las patas y se aferró con todas sus fuerzas a la tierra. Apenas se balanceaba ante nuestro empuje, y solo en los límites seguros que le permitían conservar su estabilidad.
En su descomunal estructura había tanto poder incontenible y tanta sed ciega de vida, que por un instante quedé atónito. Me parecía que estábamos haciendo algo malo, prohibido. Y el buey, con su espantoso terror, que arremetía en oleadas por su lomo, quería decírnoslo y nosotros no lo comprendíamos.
La idea solo pasó rauda por mi cabeza, no tuvo tiempo de atraparme. El cuerpo caliente del buey y su estúpida obstinación engendraron en mí una terquedad igual, un deseo de aplastar en él sus ansias de vida, demasiado evidentes, hasta ofensivas.
Stogbreg mugía en su propia lengua; su olor era animal, denso, acre y muy vivo. Hacía esfuerzos para mugir, como si lo hiciera de mala gana, a la fuerza, mugía como solo puede hacerlo un ser que ha perdido toda esperanza, pero que por costumbre sigue emitiendo su desgarradora voz, ahora ya para sí mismo. Mis manos sentían su cuerpo caliente y suave y yo las retiraba involuntariamente, el contacto resultaba desagradable, me quemaba.
El buey se orinó en nuestros pies. El espumoso líquido amarillo de olor penetrante, arremolinando el polvo, corrió por la tierra.
El animal nos puso en ridículo: ¡les está bien empleado, inútiles! ¡Se merecían que el buey los meara!
Alguien cargó su fusil y corrió alrededor, gritando a voz en cuello que nos apartáramos y le dejáramos el camino libre.
Sin embargo, nada de esto lograba apaciguarnos, continuábamos luchando con la bestia como si nos hubieran dado cuerda. Finalmente lo derribamos; seguía retorciéndose, trataba de levantarse, mugía sacando la lengua, pero todo en vano: su suerte estaba echada.
El afilado puñal brilló en la mano de Aljás, y la sangre borboteó en la garganta del animal, donde, por un instante, se dejó ver un cartílago blanco como la nieve. Luego, debajo de Stogbreg, se formó un humeante charco de sangre...
Los muchachos desollaron de prisa al buey. De él solo quedó una montaña de carne fresca, cortada en piezas, que siguió desprendiendo humo durante algún tiempo más; a veces se estremecía, por el eco de la vida que poco a poco se iba apagando en él.
La cabeza de Stogbreg, con sus grandes ojos perplejos, quedó junto al árbol...
Daúr Nachkebia, A orillas de la noche, traducción de Marcia Gasca
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