La II Guerra Mundial/La Gran Guerra Patria en la literatura rusa
Las mejores obras de los escritores soviéticos – veteranos de guerra
El tema de la Gran Guerra Patria (1941 – 1945), es uno de los fundamentales en la literatura rusa del s. XX. Muchos de los escritores soviéticos habían tomado parte activa en las operaciones de combate, en la línea de fuego del frente o en el movimiento de resistencia… Los autores emblemáticos como el Premio Nobel Mijaíl Shólojov, Konstantín Símonov, Vasili Grossman, Ilyá Erenburg, Víktor Astáfiev y muchos otros nos dejaron asombrosos testimonios de la desgracia que habían traído a la tierra rusa las hordas fascistas. Cada uno de estos autores tenía su propia visión de lo que estaba ocurriendo en los campos de batalla, en la retaguardia, en los territorios ocupados por los fascistas y los ominosos crímenes que estos cometían con ensañamiento contra la población civil. Algunos escribían obras sobre pilotos o tanquistas; algunos, sobre partisanos o niños héroes; algunas de estas obras eran documentales; muchas otras, de ficción. Gracias a ellas, se nos grabaron en la memoria sus palabras sobre los sucesos de aquellos cuatro años de sufrimiento, dolor y pérdidas para todos los pueblos de la URSS y hasta el día de hoy motivan a los lectores a pensar en el presente y en el pasado, la vida y la muerte, la paz y la guerra.
Lamentablemente, salvo unas cuantas excepciones como “Por una causa justa” y “Vida y destino” de Vasili Grossman, “Los hijos del Arbat” de Anatoli Rybakov, “Ellos lucharon por la Patria” y “El destino de un hombre” del Nobel ruso Mijaíl Shólojov, “La guerra no tiene rostro de mujer” de Svetlana Alexiévich, la mayoría de estas obras no se conocen lo suficiente en el mundo hispanohablante, lo cual es un gravísimo error: deberían ser traducidas y publicadas para prevenir que la memoria colectiva de la humanidad sea impunemente distorsionada y usada con fines ignominiosos, que no se confundan las generaciones futuras en cuanto a quiénes eran víctimas y quiénes, victimarios. La memoria no se compra –se pierde o se conserva. También podemos restaurarla, y el recurso más convincente para ello es la literatura. He aquí la mínima parte de una posible lista de títulos y autores más reconocidos y queridos por el público lector ruso:
· Konstantín Símonov, “De los vivos y de los muertos”, la trilogía épica (“De los vivos y de los muertos”, “Nadie es soldado al nacer” y “El último verano”) que cubre un amplio intervalo de tiempo: el primer libro, desde el comienzo de la guerra hasta la contraofensiva de la tropas soviéticas en las afueras de Moscú; la trama del segundo libro se desarrolla durante el invierno de 1942-1943, los últimos días de la defensa de Stalingrado y la operación “Urano”; finalmente, la tercera parte describe el verano de 1944 y la Operación Bagratión. No es ni una crónica de guerra, ni una obra historiográfica, pues actúan, sufren y luchan en ella unos personajes ficticios (aunque con prototipos reales); es un sincero y escueto relato sobre hombres en el frente, hombres del común y al mismo tiempo, únicos, que al principio no dejaron entrar a los fascistas a Moscú, y luego liberaron a Europa del horror del nazismo, los que acercaron la victoria lo más que pudieran, aun en condiciones de desesperada, a primera vista, resistencia. El dramatismo de Símonov no cae en excesos literarios y sin embargo, comunica una gran intensidad emocional con la precisa descripción de los sentimientos, por eso mismo y con justa razón es considerada una de las obras más destacadas sobre la Guerra en la literatura rusa y universal.
· Yuri Bóndarev, “La nieve ardiente”. La batalla de Stalingrado fue el bautizo de fuego para el joven teniente Yuri Bóndarev que años más tarde llegó a ser escritor para inmortalizar en su mejor obra una de tantas hazañas de sus compañeros de armas, una sola pero la decisiva para el final de toda la batalla: dos pelotones de combatientes, fortificados en sus posiciones en cercanías de la ciudad, detuvieron el ataque de las divisiones de tanques alemanas que pretendían llegar al rescate del ejército de Paulus sitiado por las tropas soviéticas. Después de resistir el ataque de los tanques de la Wehrmacht por más de un día, hasta el momento en que las tropas soviéticas emprendieron la contraofensiva y repelieron a los alemanes, no quedaban vivos sino tres combatientes. Y como el autor no sólo recrea de forma realista las batallas de tanques, el horror y la sangre, sino que también presenta las conmovedoras historias personales de todos los personajes, ante los lectores aparece una imagen completa de miles de jóvenes valientes que sacrificaron su vida por una causa justa.
· Alés Adamóvich, autor de varios libros: “La historia de Jatyn, El libro del sitio y El batallón de castigo. Vida de los hiperbóreos” (también traducido como Verdugos), este último es una crónica de los homicidios de lesa humanidad que cometió el batallón alemán de la SS comandado por el criminal de guerra Dirlewanger en el curso de brutales “acciones de intimidación”. Como epígrafe, el autor tomó una cita del filósofo alemán Nietzsche sobre los misteriosos hiperbóreos que son ajenos a la “compasión cristiana”, porque básicamente intención de Adamóvich era plantear los eternos temas de la humanidad, entender las razones de la violencia sanguinaria, indagar hasta dónde puede llegar la bestialidad del ser humano. Indudablemente, es una obra extraordinaria, impactante, llena de alusiones a los espantosos sucesos recientes, con profundas reflexiones que siguen siendo actuales hoy en día. En uno de los episodios finales Dios, que ha muerto, dice: “Estoy cansado de la misericordia, … dejé un vacío en el ser humano que puede llenar cualquier cosa”. Falta agregar que la obra se basa en documentos verídicos y muchos personajes llevan los nombres de sus prototipos.
La lista podría continuar con muchos otros nombres y títulos: Muertos y malditos de Víctor Astáfiev, Sótnikov y Vivir hasta el amanecer de Vasil Býkov, El momento de la verdad. Agosto del cuarenta y cuatro de Vladímir Bogomólov, No estaba en la lista de Borís Vasíliev, Muerto cerca de Moscú de Konstantín Vorobiov, Abanderados de Olés Gonchar, Mi teniente de Daniil Granin, La estrella y La primavera en el Óder de Emmanuil Kazakévich, Los batallones piden fuego de Yuri Bóndarev, El hijo del regimiento de Valentín Katáev, En la trincheras de Stalingrado de Víctor Nekrásov, Compañeros de viaje de Vera Panova, En el país de los vencidos de Fiódor Panfiórov, Réquiem por el convoy PQ-17 de Valentín Pikul, La tempestad de Ilyá Erenburg, El relato de un verdadero hombre de Borís Polevói, el poema Vasili Tiorkin de Aleksandr Tvardovski, y aun así no llega a su fin. Pero hay uno, muy querido por los lectores rusos de cualquier edad, por los de la vieja guardia, los jóvenes y hasta niños.
Borís Vasíliev, Amaneceres silenciosos
El título en español puede variar. Así, en 1975 la editorial Progreso de Moscú publicó esta obra en español bajo el título de “Amaneceres son aquí tranquilos…”, traducción de Francisco Roldán y J. López Ganivet.
¿Qué tiene este libro que lo hace tan atractivo para todos, sin importar la edad ni esfera de intereses? En primer lugar, esta novela corta es una de las más sinceras y conmovedoras sobre la Gran Guerra Patria. El autor la concebía como un relato sobre uno de tantos episodios comunes y corrientes de la cotidianidad en el frente o la retaguardia en 1942, sin toques románticos, ni frases patéticas, ni recursos embellecedores; absolutamente reales y nada trascendentales, que se vivían a diario -¡aún faltaba tanto tiempo para la victoria!
El sargento Fedot Vaskov, junto con su pelotón, se encarga de la defensa antiaérea del ferrocarril estratégico en una estación de cruce. Como todo el tiempo tiene contrariedades con sus artilleros hombres, le mandan un pelotón de combatientes “responsables y abstemios”: un grupo de muchachas, casi niñas, pícaras y lenguaraces, frágiles y sensibles, y este es otro atractivo de la novela –las mujeres, combatientes voluntarias, ponen su rostro a la guerra, porque todas ellas llevan a cuestas experiencias dolorosas. El esposo de Rita pereció al segundo día de la guerra; la bella Zhenia vio fusilar a toda su familia desde un refugio… Así aprendieron a odiar al invasor alemán “en silencio y sin piedad”, y al mismo tiempo, amar y defender a su país, a su gente, tanto que entregaron sus vidas por ellos.
Cada una de ellas tenía una vida por delante, pero la devastadora guerra dispuso otra cosa: las cinco valientes muchachas –Rita, Zhenia, Liza, Galia y Sonia–, comandadas por el sargento, entran en una batalla desigual para ellas, y todas mueren. El único sobreviviente, Fedot Vaskov, termina el combate solo, y lo gana. Trágico final que causa una profunda tristeza, el dolor ajeno que se siente en carne propia, que pocos y sólo muy buenos libros logran despertar.
No se puede pasar por encima de otro mérito de Amaneceres: su lenguaje –es expresivo, fuerte y conciso, abundante en locuciones de uso coloquial y con una buena dosis de humor; crea la atmósfera de conversación directa con los lectores que muchos críticos califican de “estilo cinematográfico”, y de ahí, la fácil adaptabilidad del libro al cine. Ya van dos películas basadas en esta obra. Sin embargo, a juicio de muchos espectadores, la mejor es la primera, la que se hizo en 1972 en blanco y negro, y que pasó a ser parte del Fondo de Oro del cine ruso; estos son los enlaces que permiten acceder a su versión restaurada (y ojalá con subtítulos en español):
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