Visarión Belinski indicó una vez: “Los libros para niños se escriben para educar, y la educación es una gran obra, pues define el destino del educando”. Los libros de Albert Lijánov, sea un relato o novela, una historia impregnada de dolores del alma, se plantean los temas de carácter moral y espiritual, actuales en cualquier momento: en los desastrosos años de la guerra o, especialmente, en los tiempos que corren, cuando la opinión pública gira en torno a los debates de la escasa moral, creciente agresividad, intolerancia, crueldad y violencia.
La maestría de Albert Lijánov despierta una genuina admiración, porque todo el tiempo, expone para sus lectores a nuevos personajes, plantea nuevos temas y problemas punzantes, candentes, los que constituyen las leyes morales que deberían regir la vida de todo ser humano y, en esencia, reflejan el espíritu nacional del pueblo ruso.
El tema de la Gran Guerra Patria es fundamental en las obras de Lijánov, ya que con su comienzo se acabó la infancia de autor mismo y sobrevino la prematura madurez, que tanto distingue a los niños de aquellos tiempos. La guerra obliga a cambiar la actitud hacia cosas cotidianas, pues acrecienta la responsabilidad no solo por acciones propias, sino por las de personas allegadas, de las que van a parar cerca por casualidad; es cuando aflora el sentimiento del deber y se descubren las cualidades ocultas del carácter.
El dramatismo de la desgracia del pueblo, de sus necesidades, hambre, privaciones y, finalmente, la moral, que tuvieron que soportar los niños y los adultos durante la Gran Guerra Patria, nos lleva a pensar a nosotros, los que vivimos el día de hoy, en el meollo de la gran Maldad que trae toda guerra.
La novela “La imperdonada” se descubren ante los lectores las páginas poco conocidas (o ignoradas en los países latinoamericanos) de aquella guerra. Se dice que el título de un relato o novela permite a un lector pensante que no solo adivine el tema y la trama, sino que también suponga el carácter del conflicto de fondo. Esta novela es una excepción, porque se entiende quién no ha sido perdonado en ella solo cuando se llega hasta el final. El argumento se construye en los acontecimientos de la Gran Guerra Patria pocas veces tratados en la prensa y, menos aún, en la literatura de ficción.
¿Qué es el amor, qué es la maldad, y la bondad? ¿Qué es el sufrimiento y si se puede vivir sin sufrir? ¿En qué consiste la felicidad (y la desgracia)? ¿Qué es la muerte, qué se queda después de nosotros? ¿Qué es la vida y para qué vivir? ¿Cómo debe ser una persona para vivir feliz y con dignidad? Estos son los temas que formula “La imperdonada”. El autor, como escarbando en el alma de cada lector, proclama: “¡No olviden! Todo eso es verdad, todo eso sucedió…”.
En esta novela, la imagen de la protagonista nos lleva a ir conociendo la compleja alma humana, sus tormentos y sufrimientos contradictorios debido a las circunstancias de su vida.
En la repugnante vorágine de la guerra, en condiciones infrahumanas de la vida en un campo de concentración, de repente nace el amor cuyo poder se sobrepone a la bajeza y las perversiones que repudia la conciencia humana. El amor entre una niña rusa de 15 años y el alemán Willy que perece en el frente. ¡Cuántas relaciones como esta se vieron durante la guerra! En este libro, Albert Lijánov aguza la atención en que, la guerra y el patriotismo aparte, los hombres y las mujeres siguen siendo hombres y mujeres, porque la naturaleza resulta más fuerte que las condiciones en que se sumergen los personajes de la novela, y aún más fuertes que las dos ideologías, la soviética y la social-nacionalista, la nazi.
Aliónushka, aún siendo niña, fue a parar a un campo de concentración, donde perdió a su madre y se queda totalmente huérfana. De ella se enamoró, y muy sinceramente, el alemán Willy quien no le propuso una relación casual (lo cual se da muy a menudo por el derecho que se atribuyen los invasores), sino su mano y el corazón. Quiso casarse con ella por haber sido un joven procedente del campo, de una familia de granjeros. Aliónushka no aceptó de inmediato los cambios que le deparaba el destino. Tardó mucho en conformarse con lo que le estaba ocurriendo.
¡Están en la guerra y todo el mundo padece esta desgracia! Mientras tú quieres evadir estos sufrimientos… Entonces, que le alcance algo más temible, el desprecio de tu gente; es más fuerte que la muerte misma.
La protagonista se resiste como puede, como una niña, como una joven inocente; sin embargo, la vida misma la empuja a elegir el camino que las circunstancias ya le habían trazado.
El hambre, el frío, el duro trabajo y la muerte de su madre, la pérdida de la última persona cercana a quien podría pedir consejo y llorarle sus penas, de la vecina Klavdia que le reemplazó a su madre, los acosos de un guardia alemán, la envidia y mala voluntad de las demás presas de la otra barraca – y sobre todo, la pregunta de qué hacer, si no había dónde buscar refugio.
Y Aliónushka se rindió, ya le daba igual lo que le estaba ocurriendo. Y hasta se desmayó, perdió la conciencia por tres días por un agotamiento total de las fuerzas físicas y espirituales. Y cuando volvió en sí, vio delante a Willy a quien percibió como un “horror repentino”, un soldado enemigo como a muchos otros como ella, quienes añoraban no se sabe qué amor.
Toda su vida, como antes de la muerte, desfiló ante sus ojos en unos segundos: la casa, el papi, la escuela, el musgo verde, exuberante en el bosque cercano a su casa, donde descansaban los restos de Serguéi Kizmich, Sonia y Sara, ahorcadas solo por ser judías, una trinchera larguísima que habían abierto los aldeanos, y ese campo de concentración del que no tiene salida, solo hacia el más allá. Sí, así ocurre cuando una persona se va de este mundo: en unos segundos, unos instantes repasa toda su vida, con los trabajos, pecados, alegrías y amores, -y se zambulle en la muerte.
“Y ella se arrojó a la muerte.
Pero resultó ser la vida.”
En esa jaula de oro, “la avecilla con alas quebradas”, Aliónushka, ¿se quedó con su salvador o destructor?
“La vela crepitó, en los platos centelleaba la exquisita comida, y a Aliónushka se le ocurrió una idea completamente terrible, como desnuda en su horror: ¡le estaba vendiendo el alma al diablo!
¿Acaso amaba a ese Willy? Ni siquiera lo conocía, y ¿cuándo y cómo podía haberlo conocido? ¿Para qué? A decir verdad, no hacía más que salvarse, como le había ordenado Klavdia. ¡Huía del infierno!”
Por un lado, Aliona no tiene elección (de lo contrario, la muerte), por el otro -y es un giro muy audaz en la novela de parte del autor-, en su corazón se enciende algo parecido al amor, sobre todo, después de entender que estaba embarazada. Una vez le dijo -en seguida lo sintió muy cercano a sí misma, en un instante, y de nuevo la conmovió:
“—¿Comprendes? —dijo Willy—. Quiero que después de mí quede alguien. Un hijo o una hija. Porque estamos en guerra. Todo puede terminarse de un momento a otro. ¡Y uno no ha dejado a nadie!...
La miró con una sonrisa algo triste, y esa sonrisa, seguramente, confirmaba que él no creía en un desenlace penoso. Willy le había explicado más de una vez que la guerra acabaría de un modo u otro, y que todos los que sobrevivieran seguirían viviendo. El sol no dejaría de salir, la gente seguiría trabajando, amando, procreando, castigando a los culpables, aunque la mayoría era inocente, y si uno no ha matado a nadie… Ahí se callaba, hacía una pausa, y Aliónushka entendía que eso se refería a él mismo. Y creía en sus palabras. Quería creer. Se exhortaba a creer.”
¿Acaso era un amor de verdad? Es poco probable. Lo único que vemos claramente es: Aliónushka nunca sería feliz, como le había predicho una gitana presa.
¿Amaba ella? No lo sabía. Y aunque amara, ¿acaso podría ser una justificación? Aunque un bebé, que crezca en un seno de amor entre dos personas adultas y sea una prueba de este amor, ¿cuántos días y años de sosiego y bienestar incalculables para que la diferencia entre una rusa y un alemán, entre Aliónushka y Willy, se allane? ¿Nivelarla para siempre, como cortar cardo que pincha a la gente con sus espinas no se sabe de dónde ni por qué?
Para ambos personajes el amor se convierte en una prueba espiritual que los dos pasan con honores. Aliónushka, pura de alma y sin pecado, bella tanto por fuera como por dentro, poseía bondad y delicadeza excepcionales. Sus padres trabajadores, Pelagueia Matvéievna y Serguéi Kuzmich, de todo corazón le deseaban felicidad a su hija dotada de una belleza extraordinaria. Por eso Albert Lijánov subraya el ambiente de cariño y cordialidad, comprensión mutua y viva dicha en calma que reinaba en aquella familia campesina. Hasta la muerte de “papi” se percibe como bienaventurada, por eso no produce sacudidas ni fracasos en su hija.
La gracia terrenal, o, mejor dicho, la celestial invita al consuelo y a la comprensión de que el final tan bien aventurado -antes de la muerte el difunto se preparó, se lavó, solo que no había alcanzado a ponerse ropa limpia, y todo fue tan rápido, instantáneo, sin sufrimientos-, esto es la gracia.
Así, Albert Lijánov centra la atención del lector en los conceptos de “paz” y “guerra”, oponiéndolos como dos polos de la gracia y la felicidad, en uno de ellos y en el otro, la vileza y la maldad, comparables si acaso con la terrible imagen del demonio, la imagen del mal absoluto en nuestro mundo.
¡La guerra!
Para siempre recordaría la hija a su madre en aquel instante: “La hija recordó para siempre a su madre en ese instante. Se llevó la mano derecha al corazón, como si le hubiera dado un ataque, se sentó con cuidado en el banco, levantó los ojos al techo, como si examinara el universo que allí se le abría, y movió los labios como preguntando o diciendo algo. ¿Qué preguntaba, qué decía? Porque los íconos estaban en el rincón, la lamparilla siempre ardía ante el rostro de Cristo y la Virgen, pero mami ahora no miraba hacia allí, sino hacia el lado opuesto, hacia el oeste, y allí, como sabía un poquito Aliónushka, el diablo anida. En el este, el Señor; en el oeste, el diablo; eso es, si hasta el cura dice eso cuando bautiza a los niños, le había contado mamita.”
Aquella vez, su mami no hablaba con Dios al enterarse del inicio de la guerra, sino con el demonio. Le estaba susurrando algo, tal vez, para ahuyentarlo… ¿Es que acaso tendría fuerzas para ello una pobre mujer campesina?
La guerra es obra del demonio que lo convierte todo en oscuridad y maldad. La vida y la muerte en tiempos de paz y en los de guerra son completamente incompatibles, por eso lo que vio la protagonista en su propio pueblo invadido por los nazis alemanes y en el campo de concentración dejan una huella imborrable en su alma.
Hasta el final de sus días no se olvidaría Aliónushka de la muerte -no, lo correcto sería decir “ejecución”-, de Sofía Márkovna y Sara Semiónovna en la que participó involuntariamente, porque el alemán, ni siquiera la obligó, sino le pidió, al parecer, amablemente que escribiera “juden” en dos pedazos de cartón, la petición que la niña cumplió sin saber el significado de la palabra ni para que eran los cartones. Se los colgaron en el pecho a las dos profesoras y, cuando las vio ahorcadas, la pobre lanzó un grito un grito de terror y perdió el conocimiento.
El episodio de la ejecución se describe con muchos detalles y naturalismo que estremece el corazón de los lectores. Así se acabó la infancia de Aliónushka y comenzó la adultez atada en un apretado nudo por la guerra.
Muere Willy, Aliónushka vuelve a su casa -algo con que ni siquiera podría soñar-, pero ¿es DICHA o DESGRACIA para ella?
De nuevo, Lijánov apunta a la repugnante mueca de la guerra que tuerce el triste destino de Aliónushka, ya de vuelta en su tierra, sola, sin la hija, sin amor: todo perdido cruelmente:
“La guerra volvió a soplar sobre ella con su hedor.
Como desde las entrañas, desde una boca con dientes podridos salía el aliento de una comida no digerida. Y la comida de esa bestia sin rostro, sin forma y sin sentido eran los infames culpables y sus víctimas inocentes; los templos destruidos y las tumbas no consagradas con miles de personas enterradas vivas; elevadas obras del espíritu destruidas, como palacios y puentes antiguos dinamitados, cuadros y libros quemados con sus creadores, cuyos restos incluso fueron extraídos de la tierra como mofa, como burla sobre la propia voluntad divina de un alma, ya hace mucho tiempo vacía, que se ha atrevido a perturbar el descanso de los difuntos.
¡Y eso no es todo! La propia tierra, último refugio de los justos y de los culpables, había sido desfigurada, desgarrada, destrozada y asesinada por la impasible y absurda furia del hierro cargado de fuego.
No solo las personas que se habían dividido en bandos enemigos se mataban las unas a las otras sin recordar la piedad, aunque Dios las había dotado de alma y eran criaturas animadas; incluso las fuerzas inanimadas combatían entre sí: la tierra y el fuego, el calor y el frío, el hierro y el agua.”
Sin embargo, Lijánov comunica la idea que la VIDA está por encima de los prejuicios sociales y nacionalistas. Aliónushka vivió sesenta años, y cuanto más pensaba en Willy, tanto más se alejaba de ella su imagen: “… como si derritiera… se esfumaba en su memoria”, mientras que la atormentaba cada vez más el sentimiento de culpa de haberse salvado de un modo que no había inventado ella: “La consumía por dentro, la roía como una carcoma su incesante, obsesiva e imperdonable culpa. No se sabía de qué, y no se sabía ante quién.” ¿Qué es entonces, que la bondad y la maldad son dos caras de la misma moneda?
A juicio del autor, lo más importante para ella era buscar consuelo en las verdades absolutas, relegadas a las sombras, las que conserva la Biblia: “Yacía en medio de la cama, con un vestido negro, y en las manos cruzadas estrechaba un pequeño ícono de cartón de la Virgen llamado «Alivia mis penas…», el que no solo remedia los males y las tristezas, sino también la crueldad humana y dureza de corazón.
Para concluir, los libros de Albert Lijánov despiertan sentimientos de dolor emocional, por eso mismo son necesarios, porque “detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas…” (Antón Chéjov).
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